
Por Ana Gabriela Padilla
Mientras el álgico vientre
retuerce su mandíbula entre las sábanas,
los que siempre han sido de noche, lo son,
ahora que en la negrura
se yergue una virgen acéfala
sobre sus cráneos.
La fogata de los desperdicios diurnos arde,
desplaza el peso de las sombras
frente a sus espaldas,
prensadas de un ojo estrafalario,
que lo intuyen a él
– el que suda la ausencia de un sedante
sin arremeter las filosas puntas de lo indeseable-.
Yo, desde adentro, también lo intuyo,
con sus pasos confusos,
atajando el espacio,
los bordes danzantes de una plaza
que se escabulle cuando amanece.
AEDES
Váyase a saber de su insolencia
quejumbroso díptero de larvas.
Cualquier exclamación es nula:
retuerce su aguja delgada
y zapa las pieles dormidas
cuando los gritos se oyen
desde atrás
–allí
en la doliente realidad del sueño.
Y es el imán
–sangre de zumos innombrables
breve sustento
para el vampiro aminorado.
Me niego a la calma
–Yo,
arácnido imperfecto
hasta juntar mis manos
sobre su carne.