La acompañante

el

Rodolfo de Gracia

La conferencia empezaría dentro de dos horas más o menos.

Después de una larga noche de relectura acostado en el piso, que terminó en un sueño poco reparador entre apuntes, libros de consulta y el borrador de la conferencia, el hombre se despertó sobresaltado por los constantes pellizcos que ella, desde hacía buen rato, había estado dándole en el entremuslo primero y luego en el área genital.

Él agotado física y mentalmente, después de semejante maratón de lectura y de consulta, se fue a tirar al piso, donde ella lo alcanzó. No hubo otra esa noche. Ella quedó como la reina, una vez que el embobamiento y el cansancio se apoderaron de él.

Con su rústica mano, el hombre la apartó varias veces, pero ella agazapada, casi ágil, se hizo a un lado sin que él lograra tocarla.

En medio del sueño aparecieron las eróticas escenas que había leído en uno de los cuentos, donde el hombre acariciaba el seno macizo de la mujer. Mientras él soñaba y tenía erecciones inconscientes (eso dicen), ella aprovechó para alcanzar el cuello del hombre y morderlo plácidamente hasta dejarlo rojo. Quizás cuando lo viera su esposa – que esa noche estaba de turno en el hospital -, se asombraría de semejante moretón, al estilo de las más diestras y suspicaces amantes que buscan dejar evidencias.

Obviamente a ella no le preocupaba la esposa ausente y continuó con su trabajo, que la llenaba y satisfacía, aunque él no quisiera y la rechazara de vez en vez, disgustado porque lo que más deseaba era dormir.

Una vez más, él trató de apurarla, pero ella lo esquivó moviéndose con mucha rapidez.

Así, durante toda la noche, ella recorrió palmo a palmo aquel cuerpo viril, lleno de músculos, que muchas mujeres codiciaban, y por donde quiera que ella pasaba dejaba evidencias.

Fue realmente la primera en hacerlo y no la esposa, aunque ni él ni ella ni nadie estuviera consciente de ese logro. Gracias a ella, él pudo despertarse y no perder esa importante conferencia en la que hablaría del vanguardismo en Panamá. Fue ella y no el despertador, la que se llevó ese mérito, nunca reconocido, porque (¡lo sabré yo!), el sueño iba por lo largo y daba para tres horas más, con lo cual la presentación estaría perdida y su reputación de conferenciante por el piso, como él, que estaba tirado allí en ese momento.

Eran justo las seis de la mañana y la conferencia empezaba a las ocho, lo que le daba apenas tiempo para sacudirse el cansancio y la molienda, meterse al baño, vestirse y salir volando para el Paraninfo, que le quedaba distante.

En ese minuto histórico, después de repetir por enésima vez sus travesuras de toda la noche, ella sintió la ruda mano del hombre sobre su cuerpo. Trató de escabullirse, de burlarlo una vez más, aunque ya se levantara, se sacudiera y no le agradeciera el favor de despertarlo.

Todo intento fue imposible.

Bastaron el índice y el pulgar para que ella, tan indefensa entre semejantes dedos, quedara triturada, partida en dos…

El hombre se despertó tras matar a la candelilla que lo picaba.

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